Era
la noche del 17 de octubre de 1997. El estadio Monumental Arequipa lucía repleto, fue un día
inolvidable para la Ciudad Blanca porque se inauguraban los XIII Juegos
Bolivarianos y para todo el Perú porque comenzó la caída del régimen de Alberto
Fujimori.
Cuando pisó suelo mistiano, el
Chino presentía lo que podría pasar, su rostro adusto lo reflejaba. No confiaba
en la efectividad del trabajo publicitario que había realizado desde Lima su
servicio de inteligencia para que tenga el recibimiento que siempre le
‘brindaban’ en otras provincias.
Ni la estrategia de repartir en
zonas populares las 30 mil entradas que compró el Programa Nacional de Asistencia
Alimentaria (Pronaa),
uno de los brazos políticos de su gobierno, al Comité Organizador de los Bolivarianos
les dio los resultados que esperaban.
Todos los que fueron al coloso
agustino tenían la consigna moral de hacer sentir su voz de protesta contra un
gobierno que comenzaba a mostrar sus primeros escándalos de corrupción.
Colas interminables para ingresar
al estadio llegaban hasta la Av. Mariscal Castilla o hasta la Av. Dolores, hubo
desorden y corrió un rumor que hizo enfurecer más a los arequipeños.
Por las radios que transmitían en
directo el acontecimiento deportivo se denunciaba que el gobierno regaló
entradas a cambio de promesas de apoyo a Fujimori. Eso empeoró el clima.
Estuve a unos cinco metros del
palco oficial. Cuando ingresó el presidente acompañado de ministros,
congresistas y su hija Keiko se montó todo un despliegue de seguridad que pocas
veces se ha visto en Arequipa.
Óscar Zúñiga Rosas, presidente
del Comité Organizador, lo recibió y le dio la bienvenida protocolar. Los
espectadores de occidente se percataron de su ingreso y comenzaron los
abucheos, los reclamos, los insultos y los silbidos.
Keiko que tenía 22 años de edad
miró la situación y su cara cambió. Nadie, en la comitiva presidencial,
esperaba esa reacción del público arequipeño.
Quizá pensado en lo que ocurriría
después, rompió todo el protocolo y pidió que coloquen tres sillas detrás de la
butaca de su padre, para ella y sus dos amigas a las que había traído desde
Lima en el avión presidencial para presenciar la inauguración.
"Todo fue muy protocolar
cuando llegó Fujimori. Saludó y se sentó", recuerda Zúñiga Rosas.
Había dos contrastes en ese
palco. Estaba Fujimori que era símbolo de corrupción y muy cerca el rector de
la Unsa, Juan Manuel Guillén Benavides, que a esas alturas era visto como un
líder arequipeño, al próximo año fue elegido alcalde de la ciudad. Eso también
le jugó mal a Fujimori.
LAS QUINCE PALABRAS
"En una reunión previa le
dije al presidente que sólo tenía que decir 15 palabras: Hoy 17 de octubre de
1997 declaro solemnemente inaugurados los XIII Juegos Bolivarianos Arequipa
2017", recuerda Zúñiga.
Cuando se anunció a Fujimori, el
estadio explotó en silbidos y abucheos. Dijo esas 15 palabras, pero nadie las
escuchó, salvo los que estaban a su alrededor. Es mentira que iba a dar un
discurso de 3 minutos, toda su intervención por recomendación del protocolo se
resumía en decir 15 palabras.
Cuando se sentó su cara estaba
desencajada. Keiko le tocó el hombro y le dijo: "cálmate, cálmate".
Días antes recuerda Zúñiga,
recibió una llamada de Palacio de Gobierno para consultarle sobre la
instalación de la pista de atletismo. "Les dije que ya era tarde, que si
lo hubiera hecho antes hasta habría podido bajar y dar la vuelta olímpica. Pero
ojo, la gente recordaba que también se había comprometido a instalar la
iluminación artificial al estadio y no lo hizo. Esa obra la hizo Juan Manuel
Guillén Benavides. El clima estaba caldeado por sus promesas incumplidas con
Arequipa y porque comenzaba a destaparse la corrupción de su gobierno".
Alberto se quedó estoicamente en
el palco escuchando a su hija que simplemente le pedía calma. Cuando terminó la
ceremonia, se paró y se fue. Solo se despidió de Zúñiga, le dio la mano y le
dijo adiós.
En el hotel de Turistas, ahora
llamado Costa del Sol, el presidente había organizado una recepción para todas
las autoridades. Ingresó, solo permaneció 5 minutos y se fue.
Afuera no solo lo esperaba su
seguridad, sino también un ómnibus repleto de congresistas y autoridades de
Lima. Ordenó que nadie baje, todos obedecieron. Sin cenar se fueron al
aeropuerto y regresaron a Lima. Esa noche
cambió la historia del Perú.
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